El movimiento implica un aumento de las necesidades de energía, fundamentalmente a nivel muscular, pero también en otros órganos como el sistema cardiovascular, el sistema nervioso, el respiratorio, el sistema metabólico, etc. Para responder a esta mayor demanda de energía, se ponen en marcha la mayor parte de los sistemas de nuestro organismo: el cardiovascular, para bombear y transportar más sangre; el respiratorio, para tomar mayor cantidad de oxígeno que luego la sangre transporte hasta los músculos; el metabolismo, para aportar los nutrientes, como los hidratos de carbono o las grasas, necesarios a nuestro músculos; así como, entre otros, el sistema nervioso y hormonal que se encargan de coordinar todos estos procesos.
Este estímulo sobre cada órgano y sistema ligado al ejercicio, hace que a medio plazo todos ellos desarrollen adaptaciones que progresivamente permitan mejorar su funcionalidad.
Durante el ejercicio se gasta energía y se alteran la función de la mayoría de los sistemas. Durante la recuperación se restablece el equilibrio en los sistemas e incluso llega a mejorar su función según se suceden los días de entrenamiento.
En biología hay un principio básico: “todo lo que no se estimula se atrofia”, y en este sentido, el ejercicio físico es un claro ejemplo de este modo de comportamiento.